Gilgamesh es la epopeya escrita más antigua que se conserva. El historiador Jean Bottero le agregó el subtítulo de el gran hombre que no quería morir. He aquí el quid de la cuestión. El primer gran poema épico de la humanidad aborda un tema que no ha dejado de obsesionarnos desde que abandonamos las cuevas: la Muerte y, ligada irremediablemente a ella, la búsqueda de la Inmortalidad.
Movimientos tecnofilosóficos como el posthumanismo y el transhumanismo o la creación de Altos Lab constatan que esta preocupación está más vigente que nunca (o, al menos, tan vigente como siempre). Ya no se depositan las esperanzas en la magia o la religión para alcanzar la vida eterna, sino en los métodos científicos que permitan prolongarla indefinidamente. El fin, sin embargo, es idéntico; somos incapaces de aceptar que estamos hechos de polvo.
En el mundo de Gilgamesh, todo es mágico y desmesurado. Lo habitan semidioses, monstruos, demonios y criaturas fabulosas. También lo pueblan personas de barro que tiemblan, temen, luchan ferozmente por sobrevivir y, ocasionalmente, gozan. Lo mágico y lo divino forman parte de sus vidas cotidianas; son percibidos con naturalidad, como verdades incuestionables. Esta mezcolanza de tragedia, épica, mitología y aventuras, hace de la Epopeya de Gilgamesh la historia más vigente y contable de la humanidad. Sin saberlo, el rey de Uruk alcanzó su objetivo: se hizo eterno.